Para contar mi historia, primero tendré que contar el camino así pues, comencemos por la ciudad.
Antes de nada hay que decir que se encontraba en una explanada de marfil rodeada de montañas de agua. En un lugar donde se funde incluso la lava, donde los ríos no fluyen y el fuego no quema. En un lugar espléndido, lleno de enredaderas, amapolas, rosas, vida... Es un lugar donde se puede encontrar amparo y que entraña miles de secretos dentro de cada grano de arena de sus playas cristalinas, sosegadas, insondables. En un lugar donde el transcurso del tiempo se estanca, se demora, se detiene... Podría decir tantas cosas, pero sería imposible nombrarlas todas, por eso debo continuar y explicar cómo es la ciudad.
Cuando entras por aquellas entradas almidonadas, pulcramente adornadas por aquellas estatuas, aquellos capiteles adornados con tu propia historia donde debías trepar, saltar, escalar para llegar a la parte más alta de las estatuas de esos ángeles para rogarles que te dejaran continuar y ver toda la magnificencia de aquella ciudad. Si no lograbas llegar tendrías que volver sabiendo que nunca verías el esplendor de aquel paraíso terrenal; mientras que los que no quisieran tornar y se atrevieran a desafiar a los ángeles alcanzarían aquel nirvana tan preciado. Yo lo alcancé. ¿Sabéis que sentí? Nada, simplemente nada.
Cuando entré en aquella ciudad solo pude observar cómo la fauna y flora silvestre luchaban entre sí para sobrevivir, cómo los edificios que antaño inspiraban liderazgo ahora se caían a pedazos como si fueran un dominó, cómo la lluvia ácida que caía del cielo te quemaba los ojos hasta tal punto de quedarte ciego, cómo las direcciones de cada lugar se desdibujaban por momentos hasta parecer que la calle de la inocencia es la calle de la locura. Todos los que entraban en las calles y no se escondían se drogaban con los perfumes de las flámulas para morir embriagados en un éxtasis de dolor, los que lograban sobrevivir solo intentaban escapar de aquellos laberintos de calles, edificios, plazas... Intentando no morir. No creo que nadie haya sobrevivido, ni siquiera yo, puede que simplemente yo, ya esté muerto.
Pero si no, yo fui el único que lo logré y lo vi con mis propios ojos, era el único lugar que quedaba en pie, la fuente de sangre, era lo más bello que había visto en toda mi vida, como si un manantial de sentimientos corrieran hacia ti al verla, como si hubieras encontrado la Sangri-la de Horizontes Perdidos, como si todo fuese nada y la nada fuese el todo... Y bebí de aquella sangre porque era mi destino, vine para salvarme, y así lo hice, pero, por desgracia lo destruí todo. Al beber parecía como si hubiese matado a los padres de un bebé indefenso, lo oía sollozar, la fuente lloraba, la estaba matando.
Aquella perfección se había devastado por completo. Había destruido el Valhalla. Sabía que entonces debía correr por aquellas calles tortuosas, sintiendo como todo iba cayéndose a pedazos, cada edificio cubierto por flores silvestres inmaculadamente colocadas sobre cada mueble de madera de roble perfectamente adornado con sus formas modeladas, cada losa de piedra tallada a mano rompiéndose bajo mis pies, cada árbol que intentaba imitar al Haoma, estaba retorciéndose en un umbral y siendo aplastado vilmente. Y para qué, para que un mortal siguiese viviendo, un necio que vio como se desmoronaba aquella ciudad.
Cuando llegué a la entrada y subí de nuevo a los ángeles, no quedaba nada, estaban destrozado, sin alas, sin cara, sin divinidad; solo eran unos trozos de piedra demolidos que no servían para nada. Y la ciudad, la ciudad ardía en llamas, aunque solo fuese un cúmulo de escombros era hermosa a su manera, tan hostil, tan peligrosa. Y ya no había nada, el fuego se lo había tragado todo, incluso aquel precioso edificio que contaba en la base con un núcleo y tres secciones laterales que sobresalían de este. Con unas alas que ascendían cada una a distinta altura y hacían que la estructura del edificio fuese siendo más estrecha. La altura a la que ascendía cada sección de las alas formaba una escalera en caracol. Y solo quedaba el núcleo del edificio, que se subdividía hasta terminar en una antena, una antena que terminaba en una especie de uróboros, el símbolo de la eternidad, destruido por mí. Y los alrededores de la ciudad, se habían convertido en el mismísimo infierno, las montañas de agua se habían transformado en unos volcanes en erupción, su gran explanada de marfil se estaba convirtiendo en un hoyo de arenas movedizas que estaba hundiendo lentamente todo el lugar, los ríos se habían convertido en unos maremotos acuáticos que lo engullían todo en una decadente oscuridad, sus playas habían mudado a un manglar impredecible y lleno amenazas.
La vida se había alterado. Ahora solo encontraba la muerte a cada paso que daba. El tiempo se había modificado. Y era inexplicable, os explicaría como sobreviví a todo eso, pero eso, eso es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Las palabras y las opiniones nos ayudan a enriquecernos. Los viajeros de esta expedición queremos llegar a nuestro destino mucho más ricos.